Coquí en USA
Eran casi las ocho y todavía era de tarde, contradiciendo una noche borincana debido al "Daylight Saving Time". El sonido de los autos iba en crescendo por la Interestatal 75. Una cena fría, baja en carbohidratos para reducir el colesterol, el azúcar y los triglicéridos, decoraba mi mesa. El aire seco del "ei-sí", como dicen acá, hacía bailar en forma sutil las espigas que forman el centro de mesa. Ese baile, cual péndulo en su rítmico vaivén, me transporta, bajo cierto estado de éxtasis, a los campos de mi tierra.
En medio del éxtasis, comienzo a escuchar el cantar de un coquí. Cierro los ojos y me transporto a mi niñez, cuando en cualquier lugar de mi linda tierra se podía escuchar su mágico cantar. Eran los tiempos de las 936 y la expansión económica, que dictaban la sentencia de muerte del hogar del coquí, en aras del desarrollo. Los montes cortados, la erosión y la contaminación de los cuerpos de agua marcaban el comienzo de un triste final para los mangos, los flamboyanes en la carretera vieja de Cabo Rojo y la dulce melodía binaria del símbolo de mi tierra.
El "pirín, pirán" del reloj de pared marca las ocho, despertándome de mi soñar despierto. A pesar de ello, sigo escuchando al coquí. Su cantar no era parte de mi sueño, sino que era tan real como aquel grito de libertad de mi nación, que aún ruge en nuestra conciencia. Me levanto de la mesa y camino hacia el patio posterior que separa una fría puerta de cristal. Enciendo la luz y, al igual como pasaba en Puerto Rico, el instinto lo hace callar. "¡Tiene que ser un coquí!" - pensé. Como nuestros Cadetes de la República, que esperaban silentes la señal de combate del Maestro, así esperé unos minutos por la repetición de la melodía. ¡Coquí ... coquí ... coquí ...ahí estaba!
De forma sigilosa, abro la puerta de cristal con la luz apagada. Sé que es cuestión de segundos para que mi visitante detectara el calor de mis movimientos y dejara de cantar. Como el guerrillero sigiloso que espera el silencio de las fuerzas del imperio para dar su próxima movida, fui coordinando los movimientos de mi cuerpo y mi cabeza y, asistido por la audición esterescópica, encontré mi objetivo: estaba en el tiesto de la sábila que decora la esquina del balcón posterior.
Pero ¿qué hace un coquí acá en USA?- me pregunté. ¿Acaso puede sobrevivir este ser a las inclemencias del clima floridiano, con sus vaivenes fríos y calientes? ¿Podrá sobrevivir a los herbicidas e insecticidas que disfrazan con belleza la frialdad de la metrópolis? ¿Habrá venido por necesidad, como millones de boricuas que han "cruzado el charco" buscando oportunidades que luego se convierten en discrimen y rechazo? ¿O quizás como sus primos que viajaron a Hawaii y fueron a cavar su tumba al ser declarados especie invasiva? Eran muchas las interrogantes en poco tiempo, pero todas ellas desataron mi instinto de preservarlo. Repetí la hazaña, pero esta vez después de traer de la cocina una funda plástica, con la cual cubrí el tiesto y todo lo que en él estaba.
Con mucho cuidado, entré el tiesto y lo coloqué en la esquina de la sala. Adentro, al menos, tendría un ambiente con temperatura y humedad controlados- pensé. Lo importante era no dejar a mi coquí a la merced de las serpientes que, cual los usureros que merodean por mi tierra, buscan la menor oportunidad para aprovecharse de las debilidades de su presa para saciar su hambre. Busqué todo lo relacionado al coquí por internet- esa herramienta tan útil que muchos usan para desinformar y mantener distraído a mi pueblo con noticias frívolas y chismes faranduleros- y así saber cómo mantener a mi amigo saludable y con vida.
Mientras pensaba y hacía mi plan de cuidado, me acordé de doña Suza. Aquella vieja renegada que regresó de Nueva York a Puerto Rico huyéndole al frío. Como muchos de mis compatriotas (pero afortundamente, no la mayoría), doña Suza renegaba de su nacionalidad boricua. Nunca le perdonaré el día en que mató, con insecticida, a toda la colonia de coquíes en el muro de hiedra que separaba nuestros patios. Desde que regresó de USA se pasaba quejándose del "ruido" que producía tan hermosa melodía. Doña Suza representa a aquellos colonizados que sufren de crisis de identidad combinada con complejos de inferioridad, y encuentran en la nación "americana" el lugar perfecto para lidiar con sus crisis y complejos. Por eso les molesta cuando alguien aún reafirma su origen y exalta lo que somos. La actitud de doña Suza también le molestaba a su esposo, don Beno. Don Beno representaba la antítesis de doña Suza. Por eso llamé a mi hermoso visitante: Beno.
Cae el sol sobre el horizonte en la Bahía de Tampa. El atardecer lluvioso hace que los batracios comiencen a concertar sus melodías. Usan el destiempo para afinar sus cantos y llevar la ventaja en el cortejo. Mi Beno no se queda atrás. Ante el "croak" y el "ujú" se oye el cantar de mi coquí. Beno sabe que él seguirá siendo boricua y continuará usando su idioma, esté donde esté. Aunque el sapo gringo trate de imponerle su modo de ser, su idiosincracia encerrada en un simple lenguaje, el coquí preserva su lenguaje y su razón de ser. Así ha sido por más de un siglo en mi bella Borikén. Nos trataron de cambiar hasta el idioma. Pero no pudieron.
Ya ha pasado un mes desde que Beno llegó a la casa. Esta vez, no se escucha su canto. Agito suavemente el tiesto para ver si responde. El silencio llena a mi alma de tristeza. Quizás debí dejarlo a la interperie y dejar que la naturaleza siguiera su curso. O quizás fue sólo un sueño: nunca alcancé a verlo, aunque sé que ahí estaba.
En medio del éxtasis, comienzo a escuchar el cantar de un coquí. Cierro los ojos y me transporto a mi niñez, cuando en cualquier lugar de mi linda tierra se podía escuchar su mágico cantar. Eran los tiempos de las 936 y la expansión económica, que dictaban la sentencia de muerte del hogar del coquí, en aras del desarrollo. Los montes cortados, la erosión y la contaminación de los cuerpos de agua marcaban el comienzo de un triste final para los mangos, los flamboyanes en la carretera vieja de Cabo Rojo y la dulce melodía binaria del símbolo de mi tierra.
El "pirín, pirán" del reloj de pared marca las ocho, despertándome de mi soñar despierto. A pesar de ello, sigo escuchando al coquí. Su cantar no era parte de mi sueño, sino que era tan real como aquel grito de libertad de mi nación, que aún ruge en nuestra conciencia. Me levanto de la mesa y camino hacia el patio posterior que separa una fría puerta de cristal. Enciendo la luz y, al igual como pasaba en Puerto Rico, el instinto lo hace callar. "¡Tiene que ser un coquí!" - pensé. Como nuestros Cadetes de la República, que esperaban silentes la señal de combate del Maestro, así esperé unos minutos por la repetición de la melodía. ¡Coquí ... coquí ... coquí ...ahí estaba!
De forma sigilosa, abro la puerta de cristal con la luz apagada. Sé que es cuestión de segundos para que mi visitante detectara el calor de mis movimientos y dejara de cantar. Como el guerrillero sigiloso que espera el silencio de las fuerzas del imperio para dar su próxima movida, fui coordinando los movimientos de mi cuerpo y mi cabeza y, asistido por la audición esterescópica, encontré mi objetivo: estaba en el tiesto de la sábila que decora la esquina del balcón posterior.
Pero ¿qué hace un coquí acá en USA?- me pregunté. ¿Acaso puede sobrevivir este ser a las inclemencias del clima floridiano, con sus vaivenes fríos y calientes? ¿Podrá sobrevivir a los herbicidas e insecticidas que disfrazan con belleza la frialdad de la metrópolis? ¿Habrá venido por necesidad, como millones de boricuas que han "cruzado el charco" buscando oportunidades que luego se convierten en discrimen y rechazo? ¿O quizás como sus primos que viajaron a Hawaii y fueron a cavar su tumba al ser declarados especie invasiva? Eran muchas las interrogantes en poco tiempo, pero todas ellas desataron mi instinto de preservarlo. Repetí la hazaña, pero esta vez después de traer de la cocina una funda plástica, con la cual cubrí el tiesto y todo lo que en él estaba.
Con mucho cuidado, entré el tiesto y lo coloqué en la esquina de la sala. Adentro, al menos, tendría un ambiente con temperatura y humedad controlados- pensé. Lo importante era no dejar a mi coquí a la merced de las serpientes que, cual los usureros que merodean por mi tierra, buscan la menor oportunidad para aprovecharse de las debilidades de su presa para saciar su hambre. Busqué todo lo relacionado al coquí por internet- esa herramienta tan útil que muchos usan para desinformar y mantener distraído a mi pueblo con noticias frívolas y chismes faranduleros- y así saber cómo mantener a mi amigo saludable y con vida.
Mientras pensaba y hacía mi plan de cuidado, me acordé de doña Suza. Aquella vieja renegada que regresó de Nueva York a Puerto Rico huyéndole al frío. Como muchos de mis compatriotas (pero afortundamente, no la mayoría), doña Suza renegaba de su nacionalidad boricua. Nunca le perdonaré el día en que mató, con insecticida, a toda la colonia de coquíes en el muro de hiedra que separaba nuestros patios. Desde que regresó de USA se pasaba quejándose del "ruido" que producía tan hermosa melodía. Doña Suza representa a aquellos colonizados que sufren de crisis de identidad combinada con complejos de inferioridad, y encuentran en la nación "americana" el lugar perfecto para lidiar con sus crisis y complejos. Por eso les molesta cuando alguien aún reafirma su origen y exalta lo que somos. La actitud de doña Suza también le molestaba a su esposo, don Beno. Don Beno representaba la antítesis de doña Suza. Por eso llamé a mi hermoso visitante: Beno.
Cae el sol sobre el horizonte en la Bahía de Tampa. El atardecer lluvioso hace que los batracios comiencen a concertar sus melodías. Usan el destiempo para afinar sus cantos y llevar la ventaja en el cortejo. Mi Beno no se queda atrás. Ante el "croak" y el "ujú" se oye el cantar de mi coquí. Beno sabe que él seguirá siendo boricua y continuará usando su idioma, esté donde esté. Aunque el sapo gringo trate de imponerle su modo de ser, su idiosincracia encerrada en un simple lenguaje, el coquí preserva su lenguaje y su razón de ser. Así ha sido por más de un siglo en mi bella Borikén. Nos trataron de cambiar hasta el idioma. Pero no pudieron.
Ya ha pasado un mes desde que Beno llegó a la casa. Esta vez, no se escucha su canto. Agito suavemente el tiesto para ver si responde. El silencio llena a mi alma de tristeza. Quizás debí dejarlo a la interperie y dejar que la naturaleza siguiera su curso. O quizás fue sólo un sueño: nunca alcancé a verlo, aunque sé que ahí estaba.
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